Sin máscara

La semana comienza temprano en Israel. No hay domingos. Como en el calendario hebreo los días terminan a la caída del sol, después de Shabat inmediatamente viene Iom Rishom (literalmente ‘primer día’). Ni los deseos de “buena semana” que se oyen en todas partes pueden borrar la sensación de que el reposo es demasiado breve.

Esta semana se inicia además con una peculiar diligencia para los recién llegados: recibir la máscara antigás, o “equipo de defensa”, en palabras más oficiales. Mientras esperamos en una fila casi desconocida en los estándares israelíes (se nota que la mayoría todavía seguimos atados a viejas costumbres), se escuchan los comentarios de diverso tipo: desde el aficionado a lo extremo que por fin ve cerca la más extrema de sus aventuras, hasta la madre aterrorizada que se debate entre su pasión sionista y el miedo humano, tan humano.

Cada uno va recibiendo una pequeña caja sellada en la que el funcionario escribe el nombre del potencial usuario. A un costado de la caja destaca un texto escrito en hebreo, árabe, inglés y ruso que especifica “Prohibido abrir”. Las razones son de seguridad, porque la máscara contiene una sustancia que puede ser menos eficaz si ha sido expuesta al aire. Para mí, sin embargo, implica una velada promesa de que quizás nunca tenga que abrirla. Conozco gente que ni siquiera sabe dónde están sus cajas. Ante la inminente amenaza que se cierne sobre los ciudadanos israelíes, probablemente la mayoría ya las hayan localizado. Aun así, todos esperamos nunca tener necesidad de abrirla.

Para mí esta caja con mi nombre en la tapa representa también el valor más excelso del judaísmo, el respeto a la vida. Tan sagrada, que cualquier precepto puede ser violado si un ser humano está en peligro. Por eso la he puesto a la vista, para que me recuerde, no solo que vivo en un país que vela por mi vida, sino que estoy aquí porque creo que es el lugar donde tengo que estar, precisamente por las razones por las que eventualmente tendría que abrir esa caja. Nada malo puede ocurrirme en esta tierra de milagros, me digo, y una vocecita con acento israelí completa mi pensamiento con la frase que más se escucha en las calles: “Hacol iyé beséder, B”H (todo estará bien, con ayuda de Dios)”, aunque no haya domingos.

Fanny Díaz

 

Del Cielo bajan

Y vivieron felices…

Dice la tradición judía que luego de la creación Dios se dedicó a juntar parejas; a hacer shiduj, en términos más llanos. La conclusión es clara: Dios es el shadján mayor. A nosotros, sus socios en la Tierra, nos toca ayudarlo en la tarea. El shiduj, por lo tanto, lejos de ser una afición, es un importante precepto en la vida judía. Es una de las tantas maneras como todo judío muestra su preocupación por el otro, en este caso los solteros, pues “No es bueno que el hombre esté solo”, como dice la Torá.

¿Pero qué pasa cuando el shiduj se hace una ocupación casi colectiva, cuando prácticamente todos conocen a alguien que, según ellos asumen, está hecho para ti? Entonces caerás en cuenta de que has llegado a Israel, y si no te espabilas, tu vida amorosa comenzará a ser manejada por vecinos, allegados y afines.

Sin duda cada soltero que llega a Israel habrá vivido su propia versión iniciática. Mi primer encuentro fue en el banco. Luego de ser atendida por una amable señora de habla hispana, que me averiguó la vida y milagros en un interrogatorio de diez minutos que a todas vistas no guardaba ninguna relación con los trámites que debía realizar, ésta me solicitó si podía darle mi número de teléfono al hijo soltero de una amiga suya, que le parecía podía gustarle mi “perfil”. Palabras técnicas y todo, pensé, no estaba tratando con una aprendiz. Como era mi primera vez, acepté gustosa. Era apenas el principio.

Pronto he aprendido que la espontaneidad israelí no repara en escenarios: a la salida de la sinagoga cualquier abuelito podría estar esperando para presentarte al último nieto solterón. Ante cualquier excusa demasiado formal, el improvisado shadján dirá que no hay nada que perder: “Pueden conversar mientras caminamos a casa”. Prohibido caerse para atrás como un personaje de comiquitas, no vaya a ser que todos crean que es una confirmación del éxito del encuentro.

Otro escenario podría ser una reunión familiar, donde sin ningún empacho alguien grita: “Este es el candidato que había pensado para ti”. No hay tiempo para preguntas tan frívolas como por qué, cuándo, dónde. Allí, delante de todos, se acordará la “primera cita”.

Al principio, claro, uno se siente halagado, pero pasado algún tiempo comienza a sentir que algo se le va de las manos: nada menos y nada más que el espacio privado del afecto. Una de las dificultades del shiduj —en Israel o en cualquier otro lugar, pero aquí se hace más obvio por su frecuencia— es que no puedes tomártelo con levedad. Cada quien sabe a qué va y no se valen los mensajes cifrados ni los dobleces. Tampoco los períodos de prueba ni los sí pero no. Esto quizás sea relajante al principio, cuando se está harto de tanta cita infructífera, pero luego de unos cuantos shidujim fallidos —la mayoría mortalmente aburridos—, uno quisiera que hubiera más misterio; menos acuerdos y más coqueteo. Uno quisiera mirar al otro y no descubrir que estamos pensando lo mismo: “¿Qué demonios hago yo aquí, una vez más?”.

“¡Pamplinas occidentales, nunca están satisfechos con nada!”, sospecho que diría uno de mis vecinos casamenteros si pudiera leerme el pensamiento. Adivino el reproche en sus ojos mediorientales, que no pueden esconder el disgusto ante tanta malcriadez. Respiro profundo y doy las gracias —con auténtica sinceridad— por considerarme digna de un shiduj. Pero ahora, luego de otro encuentro tan infructífero como cualquier vulgar cita, estoy convencida de que los casorios se manejan desde arriba, y como decimos en castizo: “Matrimonio y mortaja del Cielo bajan”. Mientras tanto, prometo ocuparme yo sola de la parte que me toca en el asunto.

Fanny Díaz

Flores: cortesía de la casa

Quien me conoce, sabe a los dos minutos que tengo debilidad por las flores. Es verdad que no sé combinarlas con elegancia, que mezclo “papas con arroz”, que de mis manos no ha salido nunca una composición digna de halago, pero no hay nada que hacer: amo las flores. Y más aún: amo los puestos de flores. Los colores que estallan aquí y allí, la timidez de unas, la altivez de otras, el refinamiento de las largas, la delicadeza de las pequeñas… y el olor de todas juntas. No, no hay nada que se compare a un puesto de flores bien querido, no hay peluquería, no hay tienda de última, no hay restaurante que dé tanto placer a mis sentidos. Creo que no podría vivir en un lugar donde comprar flores estuviera fuera de mi alcance.

Lo primero que hago al llegar a una nueva ciudad es averiguar si tengo cerca un puesto de flores y cuánto cuesta un ramo pequeño, suficiente para adornar las microhabitaciones en las que me suelo hospedar. Pero un puesto de flores es nada sin quien lo atiende.

Con los años he descubierto que si quiero quedarme en un lugar debo escoger “mi” vendedor de flores. Hay que probar mucho antes de decidirse, casi como encontrar el hombre soñado, o más, porque cuando el otro te deje, sólo el segundo podrá consolarte. Puede ser la búsqueda de toda una vida, pero entretanto podría proporcionar momentos memorables. Y digo “vendedor”, porque por extraño que parezca, no conozco ninguna vendedora de flores. Tal parece que en diversos lugares vender flores es un oficio masculino. ¿Quién lo diría?

En Israel hay ventas de flores casi en cada esquina, la mayoría atendidas por estudiantes. No es que lo hagan mal, pero no son verdaderos vendedores de flores. Luego de varios intentos encontré que el mejor lugar para comprar flores es el shuk. Allí nunca falta uno de esos puestos multicolores atendido por su propio dueño.

Supe que había encontrado mi vendedor de flores cuando éste me entregó dos ramos en lugar del que había pedido. Pensé que se trataba de un error, nada extraño, dado mi casi inexistente dominio del idioma. Sin embargo, él se apresuró en aclararme que se trataba de un regalo, y agregó la consabida frase israelí para un recién llegado: “Bienvenida a casa”. Desde entonces cada semana pago uno y recibo dos.

Comenzar una nueva vida entraña un esfuerzo diario para no darse por vencido. Cuando tengo la sensación de que nunca conseguiré mi lugar aquí, solo tengo que pensar en ese ramo de flores que, sin otra intención que hacerme sentir bienvenida, me regala mi vendedor de flores israelí semana tras semana. Quizás, pienso cada vez, esa es la verdadera señal de que he llegado a casa.

Fanny Díaz

¿De dónde no eres?

Exotismo en el shuk*

Esta cara que tengo la heredé de una tatarabuela a la que nunca conocí. Un rasgo más, uno menos, dicen todos desde que era niña, soy el “vivo retrato” de ella, aunque tampoco ninguno de ellos la haya conocido. No es nada excepcional, pero ciertamente en la familia entre la que me crié nadie tiene una cara como la mía.

Así, he ido por la vida con esta cara de todas partes y de ninguna. En Venezuela siempre creían que era extranjera, lo cual no pocas veces me hizo víctima de algún policía con ganas de ganarse una plata extra a costa de una indocumentada (vaya chasco que se llevaron cada vez). En Holanda creían que era de Indonesia. En Nueva York, mexicana. En Israel, donde hay gente de lugares inimaginados, siempre soy de algún lugar exótico, para bien o para mal.

Aparentemente, aquí hay muchos nepalíes, a juzgar por las preguntas de la gente, y yo parezco ser una de ellas. También podría ser filipina o tailandesa. Las primeras son cuidadoras de viejitos; las segundas, tienen el oficio más antiguo del mundo. Así que la pregunta de si soy nepalí es lo más cercano a un halago que podría esperarse.

En estos días una asiática (quién sabe de qué país) se dirigió a mí en su idioma. Fue muy embarazoso aclararle que no éramos paisanas, primero porque la pobre se veía desesperada de hablar con alguien que la entendiera, y luego porque decepcionada creyó que yo me estaba haciendo la polaca (o la israelí, que para el caso da lo mismo).

Un israelí de los que uno tiene por “típico sabra” me acaba de saludar muy sonriente en ruso. No sé si estaba practicando para impresionar a una rubia compatriota de Putin, o si de verdad pensó que yo era una de esas rusas con cara asiática. Después de todo, no me extrañaría que alguien crea también que soy rusa. Todo es posible en este país de diversidades.

Por Fanny Díaz

*Shuk: mercado al aire libre.

Rezar a la medida

Sinagoga en un centro comercial de Ashdod

Para alguien que recién llega a Israel, en particular si no viene de una ciudad con una gran población judía, como Nueva York, no deja de ser impresionante encontrarse en un lugar donde casi en cada esquina hay una sinagoga. Cuando se está de visita, esto pasa a ser una curiosidad turística más, pero cuando se ha decidido construir una vida aquí, implica un reto adicional. ¿Cómo encontrar una sinagoga “a la medida”? Esto en el caso de tener alguna necesidad existencial de ir a un ‘templo’, porque para ser franca, en Israel desaparece la necesidad práctica de ir a un lugar para recuperar la conexión con el yo.

En la diáspora, vamos a la sinagoga no sólo a rezar, a encontrarnos con Dios (todos sabemos que para esto no se necesita un lugar en particular); vamos también a corroborar una pertenencia. No por casualidad se le llama beit-kneset: ‘lugar de reunión’. Mucha gente que vive en Israel admite que sólo va a la sinagoga cuando está de viaje; precisamente por esa razón: en ese lugar de reunión encontrará a sus iguales. Aquí, te topas con ellos a cada paso.

De todas las “sorpresas lingüísticas” que he tenido últimamente, una de las más significativas ha sido escuchar que alguien llame ‘templo’ a una sinagoga. Para mí, una sinagoga era una sinagoga. Nadie a mi alrededor la hubiera llamado de otra manera. Cuando alguien se refirió a ella con la palabra ‘templo’, por una fracción de segundo no entendí a qué se refería. Luego tomé conciencia del porqué. Allá, en el mundo que acabo de dejar atrás, hay muchos templos, por lo tanto cada uno debe hacerse de un nombre particular, una identidad. Aquí, la gran mayoría de éstos son sinagogas, por lo cual llamarla ‘templo’ –al contrario– la particulariza; le devuelve la connotación original a la palabra: ‘edificio sagrado’. Sobre todo si tomamos en cuenta que en general la sinagoga israelí difiere bastante de la sinagoga de la diáspora. De todas formas, creo que ninguna especulación lingüística hará que llame ‘templo’ a una sinagoga.

Una de mis nuevas amigas, con la que comparto la extraña necesidad de encontrar la sinagoga, se pregunta por qué aquí éstas son tan pequeñas y a menudo parecen escondidas. “Allá”, en cambio, las sinagogas son solemnes e imponentes. Esto último en particular. Llegamos a la conclusión de que una identidad siempre en peligro hay que protegerla de la manera más enfática posible. En Israel, para dicha nuestra, ir a la sinagoga es un acto de genuina necesidad personal y está marcado por el origen de cada quien: casi todas las comunidades han fundado una sinagoga para mantenerse en contacto con su tradición. Quizás por eso son tan pequeñas y con no poca frecuencia tienen el halo de informalidad de los núcleos familiares. Por lo pronto, nosotros, recién llegados, disfrutamos de nuestro peregrinar en busca de la sinagoga: en la variedad está el gusto, dicen.

Fanny Díaz

De “vuelta”

Acto de Bnei Akiva sobre el tema de aliá, Modiin
Acto del movimiento Bnei Akiva sobre el tema de aliá, Modiin

Al llegar al aeropuerto Ben Gurión cualquier persona puede percibir que se encuentra en un país de mayoría judía. Si llega en la víspera del año nuevo, como yo, verá carteles con “Shaná tová” a cada paso. Escuchará esta frase repetida hasta el infinitum de parte de cualquiera que lo atienda, no importa si es una oficina pública o una heladería. Aquel afectuoso buen deseo que en otros lugares sólo se escucha en la sinagoga o en las llamadas a los amigos más cercanos, una suerte de clave que nos confirma que ambos sabemos lo que somos, aquí se hace colectiva. Algunos días después todos le desearán “Jatimá tová”, sin importar qué cara tiene. Si está aquí, se asume, algo de judío debe tener. O al menos es lo que entendí a primera lectura.

La verdad es que cuando uno deja a un lado la perspectiva del turista y comienza a pensar que está aquí para quedarse, para encontrar un lugar y hacerlo suyo, comienza a entrever por las rendijas. Comienza a preguntarse cómo hacer para que su “peculiaridad judía” se mantenga lo más íntegra posible, cómo seguir siendo un individuo autónomo en una gran y envolvente familia, pero también cómo dejarse llevar. Es decir, cómo conservar la memoria cultural de la que viene, a la vez que abrirse a la multiplicidad que le rodea.

Es un Estado judío, sí. Es el único lugar en el mundo donde ser judío no es una “anomalía congénita” (o adquirida, lo mismo da). Durante milenios en muchas partes del mundo los judíos han tenido que ocultar su identidad; aquí, se supone, estamos en casa. Aunque todo alrededor, incluido el idioma, nos sea desconocido, y a ratos totalmente ajeno.

Pero no sólo judíos vivimos en esta mínima franja de tierra. Están los tailandeses de la construcción, las cuidadoras filipinas, los choferes indios, los comerciantes y profesionales árabes. Están tantos otros que aún no puedo identificar. Y estoy yo: en mitad de mi nada. Ya no miro hacia el Este para rezar. Estoy en el Este.

Fanny Díaz