Uno de mis primeros vínculos con Israel fueron las flores, y siguen siéndolo. Año tras año, viernes tras viernes, el ritual de comprar flores me ha mantenido conectada conmigo misma y con la belleza del mundo. Las flores me han salvado cada vez que he estado a punto de caer.
Así conocí a Tania, ahora mi amiga, una vendedora de flores que a la vez es florista y ama “darle felicidad y belleza a la gente”, como ella describe lo que hace. En una de nuestras primeras conversaciones me contó cómo llegó a las flores tras haber trabajado como policía por años. Un cambio radical, si se piensa en oficios. Siempre había querido ser florista y un día comenzó un curso casi a escondidas. Tras un divorcio intempestivo, se refugió en las flores y poco a poco encontró allí el centro de su mundo.
En mi último día en Ashdod, Tania me invitó a tomar un café, me dio un gran abrazo y me regaló un par de medias para el frío de Jerusalén. También me regaló un abrigo francés para fuera elegante por la vida, sin por supuesto mencionarlo. Hablamos de los sueños, los planes y el mundo. También de la importancia de creer con toda la fe posible que al final todo saldrá bien, siempre. “Hihié beséder”. Nunca hasta entonces había pensado en los lazos que pueden llegar a establecer dos mujeres, inmigrantes para más señas, que tienen una pasión en común. Nunca hasta entonces se me había ocurrido que la gente que da felicidad y belleza mantiene el mundo a flote.
Por Fanny Díaz